Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido.
En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente,
la labor del duelo, que es del todo independiente de que
haya o no reconciliación y perdón.
En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre
otras cosas, el reconocimiento público de que algo es
trágico y, sobre todo, de que es irreparable.
Por el contrario, se festeja, una y otra vez, en la relativa
normalidad adquirida, la confusión entre que algo sea ya
materia de historia y el que no lo sea aún, y en cierto
modo para siempre, de vida y de ausencia de vida.
El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo:
no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto,
un recuerdo que puede ser doloroso o consolador,
sino a aquél en que se patentiza su ausencia definitiva.
Es hacer nuestra la existencia de un vacío.
Y es que él eligió entremorir sin pasiones ni aspavientos,
sin levantar la voz más allá del momento en que cruzó
el campo de batalla, con las manos levantadas lo necesario
para no parecer implorante y, ante un enemigo incrédulo,
gritar una y otra vez «¡Soy un rendido!», soy un rendido.
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