Pensad en aquella hora: cuando se
rebelaron contra un rey en tinieblas
los ojos invisibles de las alcobas.
Lo sabéis, lo sabéis. ¡Dejadme!
Si a lo largo de mí se abren grietas
de nieve, tumbas de aguas paradas,
nebulosas de sueños oxidados,
echad la llave para siempre a vuestros
párpados. ¿Qué queréis? Ojos
invisibles, grandes, atacan. Púas
incandescentes se hunden en los tabiques.
Ruedan pupilas muertas, sábanas.
Un rey es un erizo de pestañas.
También, también los oídos invisibles
de las alcobas, contra un rey en tinieblas.
Ya sabéis que mi boca es un pozo de
nombres de números y letras difuntos.
Que los ecos se hastían sin mis palabras
y lo que jamás dije desprecia y odia al
viento. Nada tenéis que oír. ¡Dejadme!
Pero oídos se agrandan contra el pecho.
De escayola, fríos, bajan a la garganta,
a los sótanos lentos de la sangre, a los
tubos de los huesos. Un rey es un erizo
sin secreto. Como yo, como todos.
Y nadie espera ya la llegada del expreso,
la visita oficial de la luz a los mares
necesitados, la resurrección de las voces
en los ecos que se calcinan.
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