domingo, 5 de enero de 2014

Las cárceles - Miguel Hernández

Aquí no se pelea por un buey 
desmayado, sino por un caballo 
que ve pudrir sus crines, y siente 
sus galopes debajo de los cascos 
pudrirse airadamente. Limpiad 
el salivazo que lleva en la mejilla, 
desencadenad el corazón del 
mundo, y detened las cárceles 
de las voraces cárceles donde el 
sol retrocede. 

La libertad se pudre desplumada 
en la lengua de quienes son sus 
siervos más que sus poseedores. 
Romped esas cadenas, y las otras 
que escucho detrás de esos esclavos, 
esos que sólo buscan abandonar 
su cárcel, su rincón, su cadena, no 
la de los demás, y en cuanto lo 
consiguen, descienden pluma a 
pluma, enmohecen, se arrastran. 

Son los encadenados por siempre 
desde siempre. Ser libre es una cosa 
que sólo un hombre sabe: sólo el 
hombre que advierto dentro de esa 
mazmorra como si yo estuviera. 
Cierra las puertas, echa la aldaba, 
carcelero. Ata duro a ese hombre: 
no le atarás el alma. Son muchas llaves, 
muchos cerrojos, injusticias: no le 
atarás el alma. 

Cadenas, sí: cadenas de sangre 
necesita. Hierros venosos, cálidos, 
sanguíneos eslabones, nudos que 
no rechacen a los nudos siguientes 
humanamente atados. Un hombre 
aguarda dentro de un pozo sin 
remedio, tenso, conmocionado, con 
la oreja aplicada. Porque un pueblo 
gritado ¡libertad!, vuela el cielo. 
Y las cárceles vuelan.

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